UN MILAGRO EN NAVIDAD
La Navidad no siempre se trata de los regalos… A veces se trata de la compañía que llega cuando el alma más la necesita. Del gesto que parece pequeño, pero cambia un corazón entero. Y de entender que todos, absolutamente todos, podemos ser el milagro en la vida de alguien.
REFLEXIONES DE VIDA
EDUARDO NUÑEZ
11/19/20252 min read


Aquella noche del 24 de diciembre, el frío parecía querer arrancarle el aliento a la ciudad. Las calles estaban casi vacías, las luces navideñas se balanceaban con el viento, y un silencio extraño abrazaba todo… como si el tiempo se hubiera detenido por un instante.
En una pequeña casa, al final de la colonia, vivía Doña Rebeca, una mujer que había envejecido más rápido de lo previsto. No por los años, sino por la vida. Ese diciembre era el primero que pasaría sola. Sus hijos vivían lejos, el teléfono casi no sonaba, y el eco de la soledad llenaba las habitaciones como un huésped incómodo.
Esa noche, mientras calentaba un poco de café y encendía una vela junto a un viejo nacimiento, dijo algo que ni ella misma esperaba:
—Dios mío… no quiero regalos… solo no me dejes sola hoy.
Lo dijo con una voz quebrada, sincera, casi como quien habla desde lo más profundo de un corazón cansado.
A unas calles de ahí, Gabriel —un joven repartidor— pedaleaba su bicicleta con las manos entumidas. Era su último viaje antes de llegar a casa con su familia. Pero el destino, que a veces parece caprichoso, torció su camino: una llanta se reventó justo frente a la casa de Doña Rebeca.
Golpeó la puerta con timidez.
—Buenas noches, ¿me permite usar un poco de luz para ver qué pasó?
Doña Rebeca, sorprendida, abrió la puerta. Vio al muchacho temblando del frío, con la garganta seca y la mirada de alguien que llevaba horas recorriendo la ciudad.
Lo invitó a pasar.
Al entrar, Gabriel sintió un calor distinto… no el de la vela o el del pequeño fogón, sino esa calidez que solo se encuentra en los hogares donde aún vive la bondad.
Ella le sirvió café. Él le contó de su familia. Se rieron. Se escucharon. Durante un par de horas, la casa volvió a llenarse de vida.
En un momento de silencio, Gabriel la observó y le preguntó:
—¿Y su familia, señora? ¿A dónde fueron?
Ella soltó un suspiro largo… de esos que pesan.
—No han venido en años… pero hoy pedí no pasar la noche sola. Y mire… aquí está usted.
El joven no respondió. Solo sonrió, como entendiendo algo más profundo de lo que sus palabras alcanzaban.
Cuando él se marchó, ya después de las once, Doña Rebeca cerró la puerta con una sonrisa que hacía mucho no se le dibujaba.
—Gracias, Dios —susurró—, no por traerme a mi familia… sino por recordarme que nunca estoy sola.
Y cuentan —los vecinos, los que aún se fijan en los detalles— que esa noche, la vela junto al nacimiento brilló más fuerte que cualquier otra Navidad.
Porque a veces… el milagro no llega con trineo, ni con regalos, ni con grandes gestos.
A veces, el milagro toca a la puerta como un desconocido que solo necesitaba un poco de luz.
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