Una noche de invierno

La noche había caído sobre el pueblo como un manto espeso de silencio y frío. El viento jugaba con los tejados, y las luces titilaban en las ventanas, temblorosas, como si también tuvieran miedo del invierno.

En una esquina, junto al parque, un hombre mayor caminaba despacio, envuelto en un abrigo que alguna vez fue nuevo. En sus manos temblorosas llevaba una bolsa con pan duro y un poco de leche. Al cruzar la calle, se detuvo frente a una casa que conocía demasiado bien: allí había vivido con su esposa durante cuarenta años, hasta que ella partió una noche igual de fría que esa.

Encendió una pequeña vela y la colocó sobre la banqueta. La llama se movía nerviosa, pero firme. El hombre la miró con ternura y susurró:
—Todavía te espero, amor mío, cada noche de invierno.

Un niño que pasaba con su madre se detuvo curioso.
—¿Por qué ese señor pone una vela en la calle, mamá?
—Porque hay amores —respondió ella— que ni el frío ni el tiempo logran apagar.

El anciano sonrió al escuchar esas palabras. Sintió que no estaba solo. A veces, la vida tiene esa manera de acariciarnos cuando más lo necesitamos.

Y allí, en esa calle helada, una pequeña llama se mantuvo viva, desafiando al invierno y recordándonos que mientras haya amor, siempre habrá calor, aunque la noche sea larga y la vida parezca dormida.

Reflexión:
En las noches más frías, cuando parece que todo se ha ido, el corazón encuentra su propia manera de encenderse. Tal vez sea en un recuerdo, en una oración o en una simple vela que titila. No hay invierno capaz de apagar el fuego de quien ha amado de verdad.

Recuerda visitar mi espacio en www.eduardocontigo.net, donde cada historia como esta busca abrigar tu alma y recordarte que aún en medio del invierno, siempre puede amanecer. Ánimo.