Vivir sin esperar

Come lo que te haga feliz, ríe aunque los demás no entiendan, abraza fuerte, llora cuando lo necesites. Sé raro, sé valiente, sé verdadero. No cargues con máscaras, no dejes que el miedo al qué dirán te robe la alegría

REFLEXIONES DE VIDA

Eduardo Núñez

9/3/20252 min read

man holding Rubik's cube
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El abuelo estaba sentado en su vieja mecedora de madera, mirando el atardecer que pintaba de rojo las montañas. Sus manos, marcadas por el tiempo, temblaban un poco, pero su voz aún tenía la firmeza de quien ha visto mucho y lo ha entendido todo.

A su lado, su nieto jugaba distraído con unas piedras, sin sospechar que aquella tarde recibiría una herencia que no se guarda en cajas ni se mide en monedas.

—Escucha bien, hijo —dijo el abuelo, rompiendo el silencio—. No quiero que esperes a estar en mis años para darte cuenta de lo que importa.

El niño levantó la mirada, curioso. El abuelo respiró hondo y, con ojos húmedos, continuó:

—La vida… es un viaje sin boleto de regreso. Muchos se engañan pensando que siempre habrá tiempo, que mañana podrán decir “te quiero”, que habrá otra oportunidad para reír, para perdonar, para sentir el sol en la piel. Pero no, muchacho… —su voz se quebró un instante—. El mañana no está prometido.

El nieto, con inocencia, preguntó:
—¿Y entonces qué debo hacer, abuelo?

El anciano sonrió con ternura y le tomó la mano.
—Vive sin esperar. Come lo que te haga feliz, ríe aunque los demás no entiendan, abraza fuerte, llora cuando lo necesites. Sé raro, sé valiente, sé verdadero. No cargues con máscaras, no dejes que el miedo al qué dirán te robe la alegría.

Un silencio profundo envolvió el momento. El abuelo, con los ojos fijos en el horizonte, terminó diciendo:
—Prométeme que nunca olvidarás esto: al final, hijo, lo único que nos acompaña es la verdad de lo que fuimos. Ni riquezas, ni trofeos, ni apariencias… solo el amor, la risa y la autenticidad.

El niño lo abrazó con fuerza, como si pudiera guardar aquellas palabras en su corazón para siempre. Y mientras el sol se escondía tras las montañas, el abuelo sabía que acababa de entregar el legado más valioso de su vida: la sabiduría de vivir de verdad, antes de que el tiempo se agote.

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